
Últimamente, cuando voy a la librería en búsqueda del próximo mundo donde sumergirme, me encuentro con mucha literatura digerida. Éso no quiere decir que todo lo actual sea vacío y envuelto en un sinsentido; sino que cada vez encuentro con mayor frecuencia una serie de títulos y sagas con tramas reiteradas o historias recicladas y ya conocidas. ¿Será que “se lee” peor que antes?, ¿Los editores perdieron su rol y se publica cualquier cosa?, ¿Siguen existiendo verdaderos editores de libros o todo lo que importa es publicar el libro del último influencer?.
Muchas otras preguntas se aparecen en mi mente. Mientras releo la contraportada de un libro por tercera vez, de alguna manera recuerdo a André Schiffrin. Plantea la pregunta fundamental sobre el estado actual de la industria editorial: ¿Cómo ha afectado la concentración del poder a la calidad literaria?. Schiffrin sostiene que no necesariamente estamos leyendo peores libros, sí estamos siendo testigos de un deterioro en la diversidad y la autonomía de los contenidos publicados, debido a las presiones del mercado.
¿Qué cambió? ¿Nuestros gustos, el mercado, la visión de la Industria editorial o las ganas de traer nuevas historias?
Hace 20 años, el panorama editorial era muy diferente. Las editoriales, especialmente las independientes, tenían más margen para arriesgarse con obras literarias menos comerciales o de autoría más experimental. Los editores, entendidos como guardianes de la calidad y de la reflexión intelectual, podían elegir libros por su valor cultural y no solo por su potencial de ventas.
El papel del editor iba más allá de ser un simple intermediario entre autor y lector; era un defensor de ideas, un mediador cultural que protegía la riqueza de la diversidad literaria.

Pero, ante la eventual concentración de las grandes editoriales desplazando las firmas más pequeñas, el poder de las grandes corporaciones ha hecho que las editoriales se concentren en libros comerciales, buscando maximizar beneficios y simplificando las decisiones editoriales. Las editoriales multinacionales, ante la necesidad de generar grandes ganancias, tienden a favorecer obras que aseguren grandes ventas, en detrimento de aquellos libros que podrían ser culturalmente valiosos pero que no garantizan un retorno económico inmediato.
Schiffrin señala que este cambio de enfoque ha tenido consecuencias claras: la literatura se ha vuelto más homogénea, orientada a un público masivo y menos comprometida con la profundidad intelectual. Las obras arriesgadas, aquellas que retan al lector o que proponen nuevas formas de pensar, encuentran cada vez menos espacio en el mercado. En su lugar, prevalecen libros más accesibles, pero también más conformistas, que responden a fórmulas probadas y que aseguran el éxito comercial. La consecuencia directa es que se reducen las oportunidades para una literatura verdaderamente diversa, que abra nuevas perspectivas y desafíe las convenciones establecidas.
“Los libros suelen publicarse más por su supuesto interés comercial que por aspectos intelectuales y culturales que antes los editores valoraban a la hora de incluir un libro en su catálogo”. —
André Schiffrin en La Edición sin editores.
La diversidad y la calidad literaria están, por tanto, en juego. La concentración de poder en manos de unos pocos actores del mercado ha creado un sistema en el que las decisiones editoriales se basan más en la rentabilidad económica que en el valor cultural de los libros. En este contexto, el papel del editor, antes crucial para la conservación de la pluralidad de ideas, se ha reducido a un papel más técnico y menos autónomo, lo que limita la posibilidad de que se publiquen obras que contribuyan al debate intelectual y a la riqueza de la cultura.

Entonces, la pregunta sigue siendo válida: ¿leemos peores libros que hace 20 años?
Schiffrin nos invita a reflexionar sobre cómo la mercantilización de la industria editorial pone en riesgo la diversidad de voces y la riqueza intelectual que la literatura puede ofrecer.
Entonces, cuando nos preguntamos si leemos peores libros que hace 20 años atrás, la respuesta debería ser: No necesariamente, pero sí podemos afirmar que el acceso a libros de calidad y con propuestas innovadoras ha disminuido.
El mercado se ha orientado hacia lo seguro, lo comercial y lo rentable. Las editoriales, dominadas por intereses corporativos, están más interesadas en libros que vendan masivamente (Best sellers) que en aquellos que promuevan el pensamiento crítico o que desafíen el statu quo. Depende de los lectores y el ojo crítico de los editores el acceso a la literatura de calidad y diversidad cultural.
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